Cómo viven los perdonados por el tsunami: entre la ayuda y el absurdo


Por Cristóbal Peña y Francisca Skoknic
Después del aislamiento que dejó el tsunami que azotó la costa de la VII y VIII Región, los pueblos más castigados se impusieron en el mapa mediático. Cuando aún no se terminan de contar los muertos y los rescatistas siguen buscando desaparecidos, balnearios como Pelluhue, Curanipe y Dichato convocan rostros televisivos y atraen voluntarios conmovidos por un drama que no termina de dimensionarse. Sin casas ni fuentes de trabajo, sometidos un regimen de toque de queda similar al de las grandes ciudades y aterrorizados por la permanente alerta de un nuevo tsunami, sus habitantes intentan volver a pararse sobre un piso que no deja de moverse.
En Pelluhue la leyenda se contaba con simpatía. Al ser rechazado por la joven que pretendía, y a quien había cuidado de niña, el indio Lafquen-Gulmen, dios del mar, envió una tormenta de arena que arrasó con personas y chozas del lugar. Desde la madrugada del sábado 27, cuando la costa del balneario de la VII Región fue destruida por el tsunami que sucedió al terremoto, la leyenda tiene otra lectura.
Es martes por la tarde y los primeros rescatistas de bomberos han llegado a una de las zonas más afectadas. Con ellos se dejan caer conscriptos del Ejército, policías de civil y personal de vialidad con maquinaria pesada, además de voluntarios entusiastas a bordo de camionetas 4×4. La prioridad está centrada en la búsqueda de personas desaparecidas.
El recuento oficial hasta entonces habla de 48 fallecidos sólo entre los balnearios de Pelluhue y Curanipe. Pero además hay un número indeterminado de desaparecidos a quienes se los habría tragado el mar o estarían atrapados entre escombros.
Tal como ocurrió en otros balnearios de la región, la mayoría de las víctimas fatales de Pelluhue corresponden a turistas que pasaban sus últimos días de descanso.
Eduardo González tiene 20 años y es teniente segundo del Cuerpo de Bomberos de Curanipe, balneario vecino de Pelluhue, en el límite sur de la VII Región. La madrugada del sábado González se encontraba trabajando en el camping municipal pero no alcanzó a dar la alerta de tsunami a las personas que acampaban ahí, a pocos metros de la playa. Había acompañado a un grupo de amigos hasta las afueras del camping cuando ocurrió el terremoto, y sin pensarlo dos veces, porque sabía lo que se venía a continuación, corrió a buscar refugio en los cerros.
Unas horas después, cuando el mar volvió a la calma, González y otros bomberos de Curanipe recorrían el camping buscando sobrevivientes. Fue su prueba de bautismo, dice. Algo que no puede borrar de su cabeza. En vez de sobrevivientes encontró cuerpos muy golpeados, a mal traer, dispersos entre el camping, la playa y las calles del pueblo. Los muertos iban siendo apilados entre el cuartel de bomberos y la iglesia. Al mediodía habían recogido una veintena.
En tres días no llegó nadie a socorrerlos. Los primeros auxilios estuvieron a cargo de bomberos del pueblo, en su mayoría jóvenes sin mayor experiencia. Las cosas cambiaron a principios de semana.
Con la llegada de los efectivos de la fuerza de tarea de Atacama, un grupo especializado de más de cuarenta personas, los bomberos locales pasaron a ocupar funciones menos especializadas, de bajo perfil pero no por eso menos importantes. Ricardo Vega, de 25 años, es voluntario del Cuerpo de Bomberos de Chanco. La tarea que le asignaron desde un comienzo es de suma utilidad, aunque nada de grata. Vega está a cargo de la improvisada morgue que se levantó al interior de un camión frigorífico para conservar los cadaveres no identificados. Cuenta que hasta entonces había evitado mirar a los muertos en los velorios, pero ahora ha debido ver varios cuerpos mutilados. “Lo más fuerte son los niños. Yo creo que todos vamos a necesitar atención sicológica”, dice.
Para los rescatistas especializados que buscan esos cuerpos la prioridad ahora se volcaba bajo el puente del río Lo Parra, al sur de Curanipe, donde habrían ido a parar varios ocupantes del camping. Una vez que se desató el tsunami, probablemente con la segunda o tercera ola, el mar entró con tal fuerza por el curso del río que echó abajo el puente, provocando un dique con todo lo que encontró a su paso.
Aún no se sabe cuántas personas murieron en el camping municipal de Curanipe. Tampoco cuántas sobrevivieron. El camping no llevaba un libro de ingreso, y en caso de haberlo llevado, se lo habría llevado el mar. Con excepción de la figura de San Pedro, patrón de los pescadores, en ese sector no hubo nada que no fuera arrasado por el mar. Ahí también estaba la caleta y el sindicato de pescadores, marisquerías, restoranes, una feria artesanal y una escuela de surf. Inmediatamente después de todo eso, en medio de un bosque de pinos, estaba el camping.
Eduardo González, el joven bombero del pueblo, calcula que ese día acampaban cerca de 200 personas. En particular recuerda a un grupo de adultos mayores que unas horas antes habían llegado a bordo de un bus. Y también a esa familia de 13 personas que tiene al dúo chileno de rancheras Juanita y Miguel entre sus miembros más destacados. No se ha vuelto a tener noticias de los abuelos. De la familia, sólo una niña de 12 años apareció con vida.
Consuelo Herrera se ha convertido en otro emblema de la tragedia. Salvó de milagro y logró reunirse con su padre, que llegó de Santiago al enterarse de que un tsunami había barrido la zona. En internet circulan cadenas de emails que buscan juntarlos, mensajes de Twitter que piden ayuda para Consuelo durante toda la semana y por Facebook se propaga su historia. Pronto se convertirá en portada de muchos medios. Lo cierto es que ya el martes Consuelo y su padre se han instalado juntos a observar las tareas de rescate que emprenden los bomberos de Atacama al fondo del puente El Parrón. Unos días atrás, en ese mismo lugar, apareció el cuerpo de Matías, hermano de Consuelo, de ocho años. Ahí mismo esperan que aparezca el cuerpo de la madre de los niños, además de tíos y primos a quienes se los llevó el mar.

TODOS QUIEREN AYUDAR

El otro camping de la comuna de Pelluhue estaba en la zona Mariscadores, muy próximo a la playa, al momento en que el mar inundó la costa y volvió a recogerse para irrumpir con dos o tres olas gigantes que terminaron por arrasar una población completa.
Esas casas, especialmente las que había en torno a la Avenida Adán Fontealba, principal acceso al pueblo, desaparecieron casi por completo. En muchas de ellas quedó sólo el radier, un dibujo en la arena que permite hacerse una idea de lo que hubo ahí hace pocos días. Algunas casas permanecen semi enteras pero desplazadas varios metros de su lugar original, unas arriba de otras, partidas o reducidas a astillas.
En ese escenario de desastre, rescatistas de tres compañías de bomberos del país buscan víctimas del tsunami. Están a cargo de José Sánchez, comandante del cuerpo de Bomberos Metropolitano Sur, que tiene su puesto de mando en la plaza de Pelluhue. Los bomberos se ven perfectamente equipados y tienen conexión radial y generador de electricidad. Pero en terreno las cosas son distintas.
Un rescatista del cuerpo de bomberos de San Javier, que viene de remover escombros en busca de cadáveres, dice que la descoordinación entre las instituciones es mayúscula. Dice esto en companía de sus compañeros de San Javier, al tiempo que observan con desdén a un grupo de bomberos de Los Andes que entierra bastones en la arena en busca de cuerpos humanos.
“Jamás van a encontrar algo ahí”, dice uno de ellos. “La mayoría de los cuerpos están bajo el mar y van a aparecer flotando al cuarto o quinto día, una vez que se hinchen”.
A esas alturas la historia de Pelluhue está en todos los medios de comunicación. Todos quieren ayudar. Caravanas de autos llegan desde las ciudades del interior y buscan a quién entregar ropa, víveres o lo que sea. Aparecen con sus cámaras fotográficas y a ratos parecen turistas en una zona devastada. Todos los esfuerzos parecen concentrarse acá y cada uno cree estar haciendo lo mejor. Pero los bomberos dicen no necesitar más refuerzos y en la municipalidad se quejan de que traen cosas que no sirven y desarman una organización que busca priorizar por necesidades.
En lo alto de Pelluhue Tolentina Sánchez es la tía del hogar de menores del pueblo. Está a cargo de 28 niñas que acampan sin imaginar el desastre que hay más abajo. Para ellas son casi vacaciones. Su historia se ha transformado en un imán para todos los voluntarios que pasan repartiendo ayuda, pero ella dice que ya no necesita nada más y ya no acepta los ofrecimientos. Sabe que más allá hay quienes sí requieren alimento y ropa. La falta de organización ha generado una sobreoferta de ayuda para algunos y escasez de apoyo para otros. Sobre todo para los pueblos del interior, los que no tuvieron tsunami y no han salido en television.
Este fenómeno hace también evidente el desequilibrio entre la avalancha de ciudadanos comunes que llegan cargados de regalos y el modesto apoyo que pueden entregarles las autoridades locales y nacionales. Y hace crecer también las críticas por la falta de presencia del gobierno en terreno.

CARROÑEROS

Mientras los grupos de rescate hacen lo que pueden en su primera jornada de trabajo, decenas de personas recorren la zona cero de Pelluhue recogiendo prendas de vestir, utensilios o cualquier cosa de valor que encuentren o puedan llevarse.
Los residentes del lugar que sobrevivieron cuentan que esta situación se dio inmediatamente después de ocurrido el tsunami. “Por la mañana vine a intentar recuperar algunas cosas que eran mías y me encontré con gente que me las quitaba de las manos”, se queja uno de ellos.
A pocos kilómetros de ahí, a la entrada del balneario de Curanipe, donde se aprecian un camion enterrado boca abajo en la arena, el profesor Jaime Villaseñor protesta por lo mismo. Su esposa tenía un negocio de ropa americana al que llamaban el Shopping de Curanipe y que resultó arrasado por el mar. Mucha de esa ropa quedó dispersa en la arena y el profesor Villaseñor observa con indignación cómo cualquiera pasa, la recoge y se la lleva.
Pero no todo es carroñería. También hay personas que buscan objetos que le fueron propios y que inútilmente intentan recuperar. En Pelluhue, junto a una familia que procura reunir lo que fue un juego de loza y vajilla, un hombre mayor va en busca de lo que quedó de su furgón utilitario. Su nombre es Bernardino Sandoval, padre del joven artesano de Talca que dio la vuelta al mundo por una foto de la agencia AP donde apareció retratado desde la zona cero de Pelluhue con una bandera chilena recogida de la arena. El furgón se lo había prestado a su hijo Bruno y aparecerá convertido en chatarra, a varios metros de donde estaba estacionado mientras su hijo se convierte en rostro de la campaña “Chile ayuda a Chile”.
Cerca de ese furgón se avista a la familia de Ernesto Aguilera, de 78 años, a quien se le perdió el rastro la madrugada del tsunami. Su esposa alcanzó a escapar con su nieta de 10 años al momento en que irrumpió la segunda ola y ahora guía a rescatistas de bomberos, pues supone que su esposo quedó atrapado en las entrañas de una casa que se desplazó varios metros de su lugar original.
Han transcurrido varias horas de trabajoso rastreo cuando un familiar llama a detener la búsqueda. Viene llegando de Chanco, localidad vecina donde se derivan los cuerpos de los fallecidos no identificados de la zona, y acaba de reconocer al anciano. Tres días después del tsunami fue regresado a tierra por el mar.

OLVIDADOS EN BUCHUPUREO

Al sur de Pelluhue está Cobquecura. Y al sur de Coquecura está Dichato. Pelluhue y Dichato fueron barridos por el tsunami. En Cobquecura, que está al medio, el mar se mantuvo como una taza de leche. Entre las muchas tesis que corrieron en Cobquecura para este extraño fenómeno, un grafitti aventuró una explicación algo esotérica: “El mar nos respetó porque lo defendemos”. Esta ciudad de la VIII Región luchó por años para evitar que la celulosa Nueva Aldea sacara sus desechos por un ducto frente a sus costas. Fue en vano, pero hay quienes hoy le ven sentido al eslogan “Salvemos Cobquecura”. Las casas de adobe y piedra laja derrumbadas parecen poca cosa al lado de la falta de misericordia que tuvo el mar con los otros pueblos costeros.
La suerte alcanzó también para Buchupureo, que forma parte de la comuna de Cobquecura. No hubo tsunami pero el terremoto provocó una mudanza masiva. No se salvaron del miedo. Sus habitantes no entienden por qué las aguas no los tocaron y a quienes no les bastan las explicaciones divinas exigen razones científicas: que les lleven un sismólogo o alguien que los tranquilice ante la posibilidad de un futuro maremoto. Dicen que las aguas de esta playa que es paraíso de surfistas están demasiado tranquilas, lo que augura un desastre. Por mientras, Buchupureo es una ciudad fantasma y todos sus habitantes se han trasladado a los cerros. Por las noches cuadrillas de hombres vigilan las dañadas casas de adobe para espantar a los saqueadores que se han aventurado en días anteriores a robar caballos.
El campamento más grande ya reúne a cerca de la cuarta parte del pueblo –unas 200 personas–, quienes no piensan moverse por un buen rato. Primero por el miedo, pero también porque el concejo municipal los ha instado a agruparse en grandes campamentos. Sólo así se les repartirá la ayuda que empieza a llegar. Cero incentivo para volver a este balneario donde campea el desempleo y cuyas casas de veraneo sólo se llenan en temporada estival.
Ahora viven en carpas, bajo pedazos de nylon e improvisadas ramadas. Los cuatro baños químicos que les instaló la municipalidad se hacen pocos. Surgen también los primeros roces de una pequeña comunidad donde hay jóvenes que beben y escuchan música hasta tarde, mientras en la carpa de al lado familias con niños intentan dormir.
–Sentimos que no estamos en el mapa. En la radio mencionan a Pelluhue y Cobquecura, se saltan a Buchupureo. ¿Creerán que nos tragó el agua? –se queja María Isabel Escobar.
Algunos sí los ubican en el mapa. Como el dueño de la carnicería “El Negrito” del mercado de Chillán, quien llegó cargado de embutidos e interiores para donar al campamento. Duró poco rato ahí, porque justo las radios empezaron a difundir una alarma de tsunami y el carnicero huyó despavorido. Se cruzó con camionetas llenas de personas que habían bajado al pueblo y corrían a guarecerse en el cerro. Otros miraban inquietos el mar. Minutos más tarde se enteraban de que era una falsa alarma y se desataba una discusión entre los que estaban indignados por la irresponsabilidad de quienes difundían falsedades y los que defendían cualquier alerta preventiva, aunque hubiera errores.

DICHATO: PEOR QUE HAITÍ

Cuando Luis Jara y su cámara entran a Dichato, ya ha pasado el mediodía y la guardia militar ha levantado el toque de queda, permitiendo el ingreso de decenas de personas que han llegado a ayudar a una de las localidades más afectadas por el tsunami. Sus calles aún están llenas de escombros y los visitantes deben dejar sus autos afuera del pueblo.
El mar golpeó tan fuerte a Dichato y la vecina caleta de Coliumo que un barco pesquero quedó varado a más de cinco kilómetros de la costa. Esa misma fuerza arrasó con todo. Casas que estaban al borde de la playa avanzaron varios metros tierra adentro o se movieron en sentido inverso y aún flotan en el mar. Una torre de cinco autos hace equilibrio apoyada en una casa y los escombros se amontonan por todas partes. De fondo, un fuerte olor a descomposición lo inunda todo.
Aunque aquí el mar parece haber atacado con más furia que en otras partes, hasta el jueves sólo se contabilizaban 13 cuerpos. A diferencia de otros poblados, aquí bomberos dio la alerta de tsunami apenas percibió la intensidad del movimiento. Todos corrieron a los cerros. Varios llevaban radios a pila y escucharon cuando la presidenta Bachelet llamó a la calma. “La gente se confió y bajó”, cuenta Rosa Jofré, una de las damnificadas. En ese momento habrían sido alcanzados por una de las tres olas que azotaron a Dichato. La última, la más potente, llegó poco antes de las 7 de la mañana. La PDI maneja una lista de 48 desaparecidos –en su mayoría turistas–, pero considerando las dificultades de comunicación, la cifra es imprecisa.
El caos inicial fue feroz. Aprovechándose de que los moradores se refugiaban en el cerro, durante las primeras noches saqueadores llegaban en camionetas para llevarse lo poco que había dejado la ola. Dicen que hasta intentaron remolcar los autos que quedaron tirados por el agua.
Con el paso de los días se impuso el orden. Se instaló un campamento de infantes de marina que descarga las 60 toneladas de suministros que trajo la fragata Cochrane, llegó más de un centenar de bomberos y rescatistas de todo el país, además de algunos carabineros y un puñado de policías civiles expertos en reconocimiento dactilar.
A cinco días del maremoto, los rescatistas ya han buscado víctimas en cada rincón accesible a pulso. Pero son tantos los escombros que empezó a operar la maquinaria pesada. Se espera encontrar nuevos cadáveres cuando se remueva todo. También se sabe que lo más probable es que otros hayan sido arrastrados por el mar.
En el puente sobre el río que cruza Dichato están apostados los bomberos de Chillán y los efectivos del bote salvavidas de Puerto Montt. Hicieron un dique para que los escombros flotaran y ahora intentan limpiar las aguas en busca de más cuerpos. El cirujano y bombero Mauricio Chong tira la cuerda con los materiales que salen del río.
“Él es quien trae los terremotos”, bromea uno de sus compañeros. Porque Chong estuvo en Haití como médico y ahora fue uno de los primeros en llegar a Dichato. Muchos chillanejos veranean aquí y apenas se enteraron del desastre los bomberos partieron al rescate. Al igual que otras compañías, se desplegaron sin seguir instrucciones centralizadas, pero una vez en Dichato se pusieron a las órdenes del jefe del comando operativo, Claudio Retamal, quien vigila los trabajos desde un pintoresco pero estratégico puesto de observación: el techo de un container emplazado sobre la colina, a la sombra de un colorido quitasol playero.
El bombero Chong no duda en afirmar que para los rescatistas la situación en Dichato es mucho más compleja que la de Haití. Allá el principal problema era que no había equipos de rescate, pero sabían dónde estaban los cuerpos. Acá, los muertos podrían estar en cualquier parte.
Los vivos no están mucho mejor. Apenas se levanta el toque de queda empiezan a bajar de los campamentos en los cerros para intentar rescatar algo entre sus viviendas destruidas. Cualquier cosa sirve. Se viene el invierno y aquí pocos tienen techo. Tampoco herramientas para subsistir. No habrá turistas por un buen tiempo y todos los barcos de los pescadores están destruidos y lejos del mar. Jorge Lara muestra el suyo a la distancia, sobre un árbol. Dice que la pesca es lo que sabe hacer y no le teme a otro tsunami. “Nací en la mar y voy a morir al lado del mar”, dice Lara, uno de los que no piensa dejar la costa.
Poco a poco empieza a llegar la ayuda. Nada del municipio, reclaman en Dichato, donde el alcalde de Tomé fue atacado por los vecinos cuando se le ocurrió asomar la nariz. Del gobierno, recibieron la caja de víveres que empieza a repartir la Armada. Pero apenas se levanta el toque se llena de ciudadanos comunes con ropa y alimentos. Con ellos llega también una horda de periodistas. Lucho Jara hace su entrada al pueblo y una mujer se le cuelga al cuello llorando. Llegó la farándula. La pregunta ahora es cuánto tardarán en olvidar a Dichato, Pelluhue y Curanipe y su drama que recién comienza.

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